Renata Rovelo es asistente de Investigación del Instituto de Investigación Aplicada (InIAT)
Durante los últimos meses, he tenido la oportunidad de sembrar, cosechar y ver cómo florece el Huerto José de Acosta de la Universidad Iberoamericana. Debido al inminente cierre de las instalaciones por la pandemia, la universidad se ha quedado sola y he sido responsable de cuidar el huerto que —a pesar de la emergencia sanitaria a la cual nos enfrentamos— ha continuado su ciclo, sin parecer percatarse de la crisis global que atraviesa el mundo.
Esta situación me ha hecho reflexionar sobre las enseñanzas que esto nos deja y los eventuales cambios que podríamos implementar como sociedad para adoptar un estilo de vida más en sincronía con los ritmos de la naturaleza.
Una de las lecciones más importantes que me ha dado la agricultura urbana es comprender que los tiempos de la tierra son realmente distintos a los de las ciudades. Y es que con la rapidez con la que se mueve todo, es difícil detenernos a observar qué es lo que está pasando en la naturaleza. Esta desconexión nos ha llevado a olvidar el tiempo y esfuerzo que se requieren para cultivar los alimentos que consumimos, y nos ha orillado a ser consumidores voraces, acostumbrados a demandar de todo, todo el tiempo.
Queremos que los anaqueles de los mercados siempre estén llenos de variedad sin importar el calendario; queremos fresas en verano aunque su temporada sea en invierno y primavera; queremos jitomates grandes, rojos y redondos y no aceptamos nada que tenga algún tipo de “deformidad” o cambio de tono. Esta situación ha orillado a los productores a recaer cada vez más en métodos de agricultura industrial y a dejar de lado las técnicas milenarias de cultivo, que a su vez han ido segregando variedades de semillas que nos traerían colores y sabores distintos a la mesa.
Es en este contexto —no sólo de pandemia mundial, sino de crisis ambiental y emergencia climática— que veo en la agricultura urbana una puerta que podría ayudar a reconectarnos con la naturaleza y con todo aquello que hemos olvidado. Y es que unas de las mayores enseñanzas que nos deja la siembra son la paciencia y la humildad, pues nos ayudan a recordar que no somos el centro de todo y que dependemos hasta del insecto más chiquitito para nuestra supervivencia.
Finalmente, esto es una invitación a todos aquellos que se sienten de manos atadas en esta crisis sanitaria, económica y ambiental a armarse con el súper poder —que yo considero— como el más increíble de todos: la capacidad de cultivar tus propios alimentos.
No hace falta tener un gran espacio o un alto presupuesto, basta con darnos la oportunidad de sembrar y cuidar una semilla para recordar de dónde venimos y lo interconectados que estamos. Quizás regresando a la raíz —y ensuciándonos las manos con un poco de tierra— encontremos las respuestas que estamos buscando por todos lados.