Crónica del paso abrupto de una docencia presencial a una remota o el tránsito de una era a otra
Dr. J. Alberto Cabañas Osorio, académico del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana Ciudad de México
El presente texto pretende ser una crónica del tránsito abrupto de la docencia presencial a una docencia remota en la Universidad Iberoamericana, pero también en múltiples instituciones públicas y particulares en todos los niveles educativos durante el periodo primavera 2020, producto de la pandemia provocada por el COVID-19.
Un cambio en la educación que en pocos días ha revolucionado la relación enseñanza- aprendizaje a nivel mundial, así como un sinnúmero de cuestionamientos que aún estamos por resolver. En este contexto, el presente trabajo, recoge el momento preciso en que inició la migración educativa de estudiantes y maestros, de procesos y protocolos, en síntesis, de las instituciones y sus acoplamientos a los nuevos medios informáticos en la virtualidad del ciberespacio.
Un tránsito que en principio se convirtió de una clase en salón a otra en un dispositivo electrónico, pero con el paso de los días y los meses se ha convertido en el paso de una era física, presencial y de comunicación humana a otra en donde las pantallas y los medios informáticos proponen nuevas formas de educación, comunicación y humanismo cibernético con sus nuevas problemáticas e infraestructuras comunicacionales, conectividad y accesos a nuevos medios.
En este contexto, el trabajo que proponemos, pretende recoger estos momentos humanos que constituyeron un cúmulo experiencias en la relación docente-alumno, clase presencial-remota, pero también incertidumbre, con sus sensaciones, emociones, miedos, temores que aún no acabamos de procesar. Un cambio que se han convertido en reto y conflicto, en resiliencia y aprendizaje, en virtualidad y distancia que marca el inicio, querámoslo o no, de una nueva era en la humanidad, con sus nuevos retos y transformaciones.
El último día. ¡El cambio fue abrupto! ¡Nos tomó por sorpresa a todos! Parecía un día normal en la IBERO: sol, estudiantes, jóvenes ansiosos de un futuro lleno de ilusiones, de fe y esperanza como cualquier día, risas, vocerío, transeúntes, en fin un día como cualquier otro en alguna institución educativa, ya fuese púbica o privada. Era el viernes 6 de marzo a las 13:00 horas, día en el que me correspondía impartir clase de Comunicación Escénica a 12 estudiantes de cuarto semestre de la carrera de Comunicación. De pronto, el director del Departamento de Comunicación, nos convocó a una reunión extraordinaria para discutir las acciones urgentes a seguir, dados los acontecimientos que comenzaban a registrarse en China y en Europa por un nuevo virus que amenazaba con expandirse rápidamente por el mundo: El COVID-19. Un virus que hacía su invisible aparición como una nueva enfermedad, una amenaza aún insospechada para los seres humanos.
Por las imágenes que veíamos en los medios de comunicación, el virus entraba por las vías respiratorias de hombres y mujeres, y en pocos días parecía devorarlos en su interior y asfixiarlos. Lo que escuchábamos y veíamos nos dejaba mudos y perplejos. Las imágenes de la televisión y medios alternativos comenzaban a recorrer el mundo a una velocidad vertiginosa, pero también comenzaban a llenarnos de escalofríos la piel, de incertidumbre y nuevos temores que nunca habíamos experimentado. El COVID-19 emergía en la escena mundial como un enemigo sigiloso y silencioso, invisible e imperceptible, que parecía iniciar su expansión y colonización del mundo devorando cuerpos y tomándolos como su territorio, dejando a su paso muerte, desolación, tristeza, dolor, sufrimiento, y lo que era peor, temores, miedos y una total incertidumbre de hasta dónde llegaría lo que comenzábamos a vivir y veíamos como amenaza latente de muerte para todos y cada uno de nosotros. Ninguno de los que estábamos presentes en la reunión tenía una respuesta coherente de lo que estaba sucediendo y de lo que teníamos que hacer, todos teníamos el rostro de porqué, en qué consistía, qué pasó; y peor aún: el virus nos llenaba el cuerpo de un escalofrío que nos erizaba la piel y el alma de una total incertidumbre, como el principio de una oscura pesadilla que nos cambiaba en un instante, la expresión del rostro y la imagen del futuro próximo.
Con toda esa incertidumbre a cuestas, el rostro desencajado y una total preocupación de lo que estaba sucediendo y de lo debería hacer y decir en ese momento a los alumnos, me preguntaba en silencio, mientras caminaba al aula: cómo informarles, cómo trasmitir un problema que nos involucraba a todos y más aún: cómo continuar con nuestro proceso de enseñanza-aprendizaje en una asignatura tan física, emotiva y con tantos planes, objetivos y metas programados en una asignatura de contacto físico y puesta en escena para teatro. En mi interior comenzaba a configurarse un nuevo reto al cual nunca me había enfrentado como artista escénico, coreógrafo, docente y como persona. Y en la ensoñación de ese momento, comprendí la fisonomía de ese nuevo reto, comprendí que mi labor consistía en acompañar a mis estudiantes en este tránsito aún inconmensurable pero lleno de incertidumbre que iniciábamos juntos. El reto debería comenzaba con los alumnos, con esos jóvenes de rostros luminosos que esperaban sentir confianza y un rumbo claro ante lo que estaba sucediendo. Los cambios y decisiones que había que tomar delineaban un camino y una certeza que no sabíamos con precisión hacia dónde nos dirigían. Fue en esa breve reflexión que tomé en cuenta que lo verdaderamente importante y lo realmente relevante, era darles confianza, seguridad para continuar, seguir adelante y sacar nuestro curso aún con todas las adversidades que de pronto se nos ponían en frente.
Al entrar al salón de clase, sentí la insistencia de sus silencios y miradas de interrogación. Mi primera expresión frente a ellos fue: cambiamos a plan B, han aparecido una serie de acontecimientos que en este momentos por los que atravesamos, nos obligan a migrar urgentemente hacia nuevas estrategias para desarrollar nuestro curso. No sabemos con precisión nada, solo que en este momento tenemos que comenzar a tomar acuerdos para modificar nuestro curso hasta que nos den las indicaciones institucionales. En ese momento decidí hacer un círculo con mis alumnos, a fin de cerrar filas e integrarme con ellos de manera más cercana. Modificar el espacio físico hacia una igualdad de circunstancias de vida y comunicación humana para preguntar a cada una y uno de ellas y ellos de lo que pensaban al respecto y si tenían sugerencias para continuar con nuestros objetivos planteados para el curso. El reto estaba en frente, era el de modificar las formas de trabajo físico y presencial a trabajo de investigación y en plataformas digitales, con la continuidad requerida; el replanteamiento de los objetivos, las formas de participación y evaluación a fin de concluir de manera satisfactoria con un curso que no habíamos pensado de forma remota sino de forma presencial y frente a un público espectador, tal y como se trabaja el teatro.
El fin de una clase como el fin de una era y el principio de otra
El cambio era radical, decidimos ya no concluir la clase, como la veníamos realizando, para comenzar a integrar el grupo en dispositivos móviles y nuevos soportes y plataformas de contacto como wasapee, correo electrónico oficial de la IBERO y el personal, así como plataformas que conocíamos y a las cuales teníamos acceso como Skype, Zoom y otras, a fin de comenzar a delinear los canales por los cuales mantendríamos la comunicación en lo subsecuente. ¿Hasta cuándo? Era claro que cualquier fecha que dijera sería especulativa, nadie lo sabía con certeza hasta cuándo y cómo regresaríamos a las queridas aulas de la Universidad. La única certeza que teníamos en ese momento, era que no teníamos certezas. Así que, en ese momento comenzamos a diversificar el trabajo individual y las tareas a distancia, las investigaciones personalizadas y la continuidad de las clases. En ese instante, decidimos la primera fecha de nuestro primer encuentros, las actividades que realizaríamos y los avances que cada uno de nosotros debíamos presentar de manera individual al grupo, a partir del primer día de clase a distancia. Nos preparábamos para dar el paso de docencia presencial a docencia remota, pero también de una era a otra.

Una vez tomados los primeros acuerdos y con mesurado optimismo de lo que teníamos que hacer y cómo hacerlo, sentí que en ese momento me estaba despidiendo físicamente de mis alumnos, sin saber hasta cuándo los volvería a ver de manera presencial y bajo qué circunstancias. Frente a esas miradas y esos rostros frescos, bellos e incrédulos, en medio de breves silencios y comentarios entrecortados que sintetizaban la incertidumbre de todos y un porvenir incierto, les pedí su atención un momento. Fue entonces que decidí, antes de que abandonáramos el espacio de clase, darles un fuerte abrazo con mis palabra y expresarles lo que en ese momento me estremecía y estrujaba el interior. Sin pensarlo tanto, más con la emoción que con la idea, me dirigí a ellos y les dije lo que me salía del alma, dada mi experiencia de vida.
Les dije con voz cálida y pausada, mirándolos uno a uno que la vida no es lo que pensamos de ella, sino lo que se nos presenta en forma de vida, y lo más importante, que la inteligencia intelectual y emocional de un ser humano, está en cómo resolvemos y enfrentamos eso que se nos presenta como vida. Sin más, cada una y uno de ellas y ellos me brindó una mirada limpia y clara como el sol de ese día y, casi a coro, me ofrecieron una sonrisa y un gracias de manera gentil. Uno a uno se fue saliendo del salón de clase entre murmullos, comentarios en voz baja, unos de aliento y otros de sorpresa, y los más rijosos hacían bromas al estilo mexicano, ironías sobre el coronabicho, chistes que parecían menguar lo que intuíamos y nos negábamos a revelar como desconcierto.
En conclusión
Había comenzado un cambio de docencia presencial a una docencia remota en el que estábamos involucrados todos. Tal vez, de manera insólita y drástica por la circunstancia que enfrentábamos y nos empujaba, sin hacer conciencia de ello, a un cambio hacia nuevos paradigmas en la educación y en diversos ámbitos de la vida laboral, familiar, económica y social, muy distinto al que conocíamos hasta entonces. Como si el COVID-19, con su llegada, nos obligara dramáticamente a dar el paso, aún incierto de una era a otra.
El cambio que vivimos en esos momentos, aunque abrupto fue sumamente humano y enriquecedor. Al principio, parecía una aventura, un nuevo viaje a un futuro distópico. Como si juntos comenzáramos a escribir historias del presente en el ciberespacio, en virtud de que todos nos vimos obligados a incrementar nuestras habilidades informáticas, intercambiar experiencias, entrar a nuestras casas de manera virtual y remota. Las primeras sesiones por videollamada nos acercaban y comprometían a estar con toda la atención requerida.
Y tal vez, lo más importante de toda esta experiencia del cambio de docencia presencial a remota, fue que pudimos humanizar los dispositivos informáticos hacia objetivos y valores acordes con la educación; la formación de seres humanos y la comunicación humana con el uso útil de las pantallas. Lo que un día fue alejar a los seres humanos que estaban cerca con los celulares y las computadoras, se había convertido en acercamiento y humanismo informático en la relación docente-alumno y enseñanza- aprendizaje. Aún no lo comprendíamos pero habíamos dado el paso abrupto de una era a otra.